La vida se va curvando como una gran espiral en torno a si misma, formando, a veces, laberintos de los cuales es difícil escapar. Determinadas cosas sobrevenidas en uno de sus recodos pueden provocar que tengamos que mostrar nuestra parte guerrera, pero a mí no me gusta definirme como guerrera.
No me entusiasma bautizar a ninguna mujer como tal, ni nombrarme a mí tampoco con esa palabra. Aunque nuestra existencia, nos obliga en determinados momentos a luchar frente a situaciones difíciles.
Si pudiese elegir me gustaría no tener que volver a enfrentarme a situaciones dolorosas, pero sé que es inevitable que suceda lo que la vida nos depare.
Debido a algunas situaciones, tuve que sacar, como cualquier otra persona, mi parte guerrera.
Seguro que cualquiera que esté leyendo, piensa lo mismo… Intentar conseguir aceptación, conservar el equilibrio una vez conseguida, luchar contra alguna enfermedad, contra malas praxis, cirugías inesperadas, perdidas, duelos…
Estas luchas, que pueden parecer normales, nos hieren de forma física, y dejan marcas en el corazón y en el alma. Pero no por ello significa que tengamos que decir que somos guerreras.
Es un termino que escucho en muchas ocasiones hacia algunas mujeres que enfrentan situaciones duras, pero no es de mi agrado.
Creo que las palabras tienen magia y cuando decretas que alguien es guerrero o guerrera, es como si llamases a su vida situaciones que demuestren que lo es.
Por eso, prefiero utilizar palabras como amante, fuerte, empoderada, capaz de superar esas dificultades y cualquier otra.
Yo que creo que nadie a quien preguntase le agradaría tener que enfrentar ninguna lucha en la historia de su vida.
Esto no significa que haya que rendirse. No creo que nadie lo haga, estamos preparados para todo y personalmente estoy acostumbrada a luchar.
Aunque no nos creamos o sintamos preparados, si que estamos programados para hacer frente a cualquier contratiempo, por duro que sea.
Sin embargo, si pudiese elegir, excepto las pérdidas inevitables (más tarde que pronto), no me gustaría tener que luchar. Quiero vivir aprendiendo desde el amor, no desde el dolor.
Cierto es lo que digo, porque la vida me ha puesto en algunas encrucijadas que me hicieron ser guerrera durante el tiempo necesario para superar esos obstáculos.
Y mis ejemplos de ello, en los que puedes verte, son:
Un miedo atroz a enfrentar el miedo. Luché y sentí miedo hasta que el miedo me mostró que su razón no podría conmigo.
Hubo un tiempo en que me controló, hasta que aprendí a mirarlo como a un maestro más. El maestro más exigente.
Quizás el miedo más desmedido y el que ayuda a tener una parte interna segura de nuestra fortaleza es el que sentimos al nacer: percibimos frío en la piel sensible y desnuda de abrigo, es duro el primer aliento con la entrada de aire en nuestros recién estrenados pulmones, y mucho más sentir un hambre desconocida hasta entonces… sin embargo, es el primer miedo que todos vencemos.
Hoy, cuando escucho al miedo, intento no rendirme a él, es esclavizante. Me parece adecuado honrarlo, pues nos enseña las limitaciones que trae consigo, pero pese a ello intento no adorarlo, ni adoptarlo.
Quisiera decir que el miedo no me detiene, pero hay miedos que me enseñan sus dientes de manera inesperada. Son rápidos, bruscos, impetuosos, impulsivos, precipitados.
Son los miedos que nunca antes había tenido que mirar de frente. Miedos que han aparecido en diferentes etapas de mi vida. Miedos frente a circunstancias distintas a las anteriormente vividas.
Hay miedos que quitan el sueño, que me hacen caminar mojada bajo la tormenta, pero a su pesar no le pertenezco a esos miedos.
También hay miedos que me hacen sentirme avergonzada de mi misma. Pero les abro las puertas de mi corazón y me muestran que mi parte vulnerable es también mi parte más viva y guerrera, más no me define.
No obstante mi guerra más intensa la solía realizar con la soledad, una soledad infantil que cortó en pedazos mi corazón, lo fragmentó. Ella hacía que anduviese corriendo hacia ciertas personas, pero ellas no me querían, ni eran las adecuadas. Corría hacia lugares y hacia cosas que no estaban para mí.
Intentaba distraerme, adormecerme frente a esas situaciones, fingir una felicidad que no sentía.
Sin embargo, me aburrí de correr, correr detrás de quien no se dejaba alcanzar, correr hacia lo desconocido, correr hacia lo que no era para mí.
Entonces la magia hizo acto de presencia, caí en el pozo de la soledad, vi mi muerte y mi resurrección en su mismo corazón solitario.
Comprobé que me sentía a gusto allí.
Dejé de luchar, me permití estar en la más exquisita quietud y soledad, y me enamoré de ellas.
Nunca más he sentido soledad, ni acompañada, ni muchísimo menos sola.
Ella me enseña a conectar con todo y a no necesitar nada, no me he vuelto a sentir sola, me acompaña eternamente la vida.
Otra lucha que tengo que realizar de vez en cuando y que creía tener ganada y controlada, es la que arde en mi interior, la que hace aparecer la ira junto con su poder impactante.
Esa que sorprende a todos, y a mí la primera.
Esa que me ciega alguna vez y que provoca daños.
Ella hace que mi corazón galope sin freno, y también que hierva mi sangre.
Es el pecado del que no quería oír hablar, y es el que algunas circunstancias hacen aparecer, también sin ser llamado.
Creo que se acerca de vez en cuando a decirme que no es mi mejor consejera y a pesar de ello ahí está, escondida en mis rincones.
Pero aunque sea mi parte salvaje, es la que a veces me ayuda a respetarme de manera feroz.
Es la que no permite que me agredan, me defiende frente a opiniones débiles y no deja que me hagan daño.
Me obliga a querer estar tranquila y luchar salvajemente por conseguirlo.
Ella comparece en alguna circunstancia confusa y susurra en uno de mis oídos: defiende tu verdad con pasión, eso no significa que sea la verdad, pero si es la tuya.
Si algo no te gusta di ¡No!
Y si algo quieres, no tengas miedo de aceptar la ayuda y decir ¡Si!. O pedirla.
Ten el coraje suficiente para hacerlo. No dejes que nadie hable por ti.
Procuro escucharla antes de sacarla a pasear, acariciarla cariñosamente antes de mostrarla.
Intento utilizarla para fortalecerme, y no pretendo despertarla para luchar.
Quizás una de las luchas que no se suele mostrar, es la que nos hace huir de sentimientos difíciles. Aunque si los escuchamos y los aceptamos, son los mejores amigos, confidentes, consejeros.
Cuando logro aceptarlos es cuando hallan un hogar en mi interior, y dignamente me pertenecen y viven en donde tienen la capacidad de serme útiles en el futuro.
Y claramente lo mejor de las luchas es que me ayudan a ser más sensible, y en mi fragilidad puedo consentirme y abrazar dulcemente a mi niña.
En el fondo de mis cicatrices, en la parte que yo creía más borrosa y oscura encontré la luz más intensa, y es a la que puedo acudir cuando tengo que volver a ser guerrera, es la que tiene la facultad de servirme de antorcha en mis contiendas.
Otro ejemplo de mis luchas es la tristeza, la tristeza sin consuelo, la tristeza que permanece escondida y, que a veces, aparece, también, sin ser llamada.
En estas ocasiones la puedo acompañar llorando con ella hasta sentir secar mis ojos.
Otras veces es provocada, entonces toca luchar, y hay veces que esta forma de ser guerrera es agotadora; sin embargo, en cierto modo esta es más fácil de enfrentar… cuando veo que no puedo hacer nada, puedo invitarla a danzar o a cantar hasta sanar.
Quizás cuando dejé de luchar, cuando entré en el desamor frente a esa tristeza, fue cuando pude amarla y perdonar.
Y así la guerrera se convierte en amante, y allí mismo, en esa aceptación y ese amor, y aunque ya había viajado al centro mismo de mi dolor, encontré la alegría.
Más no me permito olvidar, eso nunca, guerrera no me quiero definir, pero tampoco ingenua. El olvido trae de nuevo ansiedad… una mente que tendría que volver a vivir la misma tristeza… el olvido trae pensamientos silenciosos, pensamientos desconocidos, va en contra del aprendizaje.
Así que guardo las causas de mis tristezas, las guardo a buen seguro, en mi mente y en mi tierra, en mi barro y en mis árboles, en mis profundidades, en mi cofre y en mi caja de pandora, donde está inquebrantablemente segura y tiro la llave, para no olvidar.
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