Cuento de Navidad

Escrito por Marié

24 de diciembre de 2023

Yo conocí poco a uno de mis bisabuelos, al resto no los pude conocer. No tengo muchos recuerdos sobre él, pero lo que sí recuerdo muy bien es lo que ocurría en fechas cercanas a diciembre. Porque en esas fechas siempre veía fotos suyas. En esas fechas todo nos parecía un precioso cuento de Navidad.

Las fechas previas a las fiestas era otra ocasión en las que ayudaba a mi abuela materna a limpiar su habitación y, ya sabéis, también se hizo tradición colocar alguna de sus maleta encima de la cama para sacar recuerdos guardados, contemplar fotografías  antiguas y felicitaciones de otros tiempos.

Me hablaba mucho de su madre, fallecida siendo mi abuela muy pequeña, por lo tanto, ni mi madre ni yo llegamos a conocerla. Pero mi abuela tenía fotografías de su madre guardadas en su caja de recuerdos preciosos. Era una mujer muy bonita.

Así que, aunque contemplaba con ella fotografías de personas que ya no existían cuando yo nací, llegando estas fechas suelo pensar también en ellas, quedaron grabadas en mi memoria como si las hubiese conocido. Gracias a las historias que ella me contaba.

Desde su partida, mi abuela se unió al resto de angeles de mis recuerdos de navidad.

Pienso mucho en ella y en todos los que celebran la navidad al otro lado del velo. Los quiero mucho, incluso más que cuando los podía abrazar. ¡Que no daría yo por empezar de nuevo…!

No puedo dejar de hacerlo, porque llegado diciembre ella sacaba sus tesoros antiguos y todos sus recuerdos quedaron impresos en mi ADN.

Para mí era un placer ayudarla a limpiar, casi exclusivamente, por ver como rebuscaba en sus cajas de lata. Lo primero porque eran preciosas, antiguas cajas un poco oxidadas por las esquinas, pero con un valor sentimental que siempre mostraban sus pupilas.

Cajas de dulce de membrillo, o de galletas,  llenas de fotografías, de papeles manuscritos, de trozos de encaje… era como una ceremonia, y para mí pequeña niña, todo ello estaba rodeado por la magia de la Navidad.

Algo que actualmente se ha perdido, como tantas cosas, ya las fotografías viven almacenadas en nuestros cacharros digitales. ¡No es lo mismo!

Me gustaba mucho estar allí cuando ella sacaba esas cajas. Era como si el embrujo comenzase justo cuando esas cajas eran destapadas. ¡Magia y fantasía infantil!

Nos sentábamos juntas en el centro de su gran cama con aroma a romero.

De pequeña la seguía hipnotizada, como un patito a su mamá pata y no hacia nada, solo observar y escuchar sus memorias.

Repartíamos todas las fotografías por la cama, ella las iba cogiendo y explicando el evento donde habían sido tomadas, una tarde de feria, una boda, un bautizo… Todas ellas tenían un recuerdo bonito o una fiesta, entonces no se hacían fotografías cualquier día… Alguna de ellas estaba envuelta en antiguo papel de periódico, para preservarla del tiempo, por ser algo particularmente especial.

Para mí era mágico desenvolver todos esos momentos importantes de mi abuela y volverlos a envolver hasta el próximo diciembre…

En mi juventud las fotos ya estaban en álbumes, y a día de hoy están en los móviles, ordenadores, o en otros cacharros, no tienen esa magia especial.

Pero bueno, cuando quiero sentirla, voy a casa de mi madre y rescatamos esas preciosas cajas de lata para sentir más cerca de nosotras a todos nuestros seres queridos.

Cuando abría cada papel de periódico, me invadía un aroma a antiguo, a amor, a algo imposible de describir con palabras.

Buscábamos el árbol y los adornos de navidad.

También me parecía ceremonial, tenía muchos adornos que había traído de su tierra natal.

Eran de cristal finísimo, así que no la podíamos ayudar a colocarlos. Eso lo hacía más interesante, observábamos, y sabíamos que para ella era importante que no se rompiesen.

Respetábamos sus decisiones y no las tocábamos, todo formaba parte de la magia.

Antes de comenzar, buscábamos un cubo grande, íbamos con mi abuelo al parque o a algún descampado cercano a llenarlo de arena y de piedras para sujetar, bien derechito, el tronco del abeto.

Después mi abuela procedía a forrarlo de papel de plata, como ella le llamaba, para «ponerlo de fiesta».

Seguidamente, buscábamos la caja con los adornos, que habían sido envueltos el pasado enero tras la fiesta de Reyes.

Era el protocolo para permanecer juntitos y protejidos hasta el siguiente diciembre.

Cada uno estaba metido en un paquetito de papel de seda, cuidadosamente guardado uno junto a otro.

Algunos de ellos también tenían su historia.

De esa caja hermosa salían campanitas, recuerdos o regalos de alguna de sus hermanas, otros adornos compartidos por alguno de sus amigos del pueblo. Ella guardaba todos con amor.

También aparecían adornitos en forma de botitas de Santa Claus, un pequeño nacimiento, alguna ovejita o algún pastorcillo…

Ella se movía deprisa y no podíamos acercarnos demasiado al árbol, eran piezas que no podían romperse.

Hoy todavía conservamos alguna, las seguimos colocando con cariño en casa de mi madre.

Después de tenerlo terminado, la ceremonia continuaba, porque al fondo de la caja quedaban guardados un montón de felicitaciones de años pasados.

Ella los guardaba todos allí y todos los años se emocionaba al leerlos.

Alguno de ellos, junto con la felicitación, traía poemas escritos por sus tantos sobrinos, hermanas o cuñados y cuñadas, y amigos.

Ella ponía una mano sobre sus ojos para que no viésemos su emoción y nos decía que le molestaba el sol que entraba por las ventanas.

Recuerdo las tardes anteriores a nuestras vacaciones de navidad, ella nos enseñaba a fabricar adornos… nos hacia guardar los papeles brillantes de los caramelos o de los bombones y de otras golosinas para luego utilizarlos en esos artesanales adornos.

Ella… acostumbrada a que en su infancia tenía  lo justo, hacía todo esto para nosotras, y así nos enseñaba a reciclar, sin saber siquiera que lo estaba haciendo.

También utilizábamos papel charol, papel cebolla y otros arrugaditos para hacer guirnaldas que colocábamos por toda la casa.

Casi todo en casa tenía una segunda o incluso más vidas…

Lo cierto es que ella hacia que las navidades fuesen una fiesta desde mucho antes de comenzar. Nos tenía muchos días entretenidas preparando la casa y haciendo que todo fuese mágico.

Algunas de las cajas que servían para guardar de nuevo todo, las usábamos de adorno, como cada navidad.

Las envolvíamos con estrellas de papel de plata, recortes de los papeles dorados de los paquetes de tabaco de mi abuelo… en fin cualquier cosa nos servía para decorar todo.

Incluso alguno de los botones brillantes que guardaba en otra de sus cajas mágicas.

Esas también me gustaban, sus cajas de botones.

Ella se encargaba de que igualmente saliese magia de ellas, rebuscaba entre todos ellos y siempre encontraba pares de botones iguales, grandotes, los cosía juntos y nos fabricaba un yo-yo a cada una, o unos cuantos…

Pero lo más divertido era encender las lucecitas, yo creo que como hoy para cualquier niño. La navidad es para los niños, como siempre lo ha sido, pero el hecho de tener en casa un adulto que haga magia cada navidad es mágico en sí mismo. Ella era mágica.

Primero teníamos que desenredar los cables, ja, ja, ja, como siempre, aunque ella procuraba colocarlos muy bien sobre un trozo de cartón, creo que es inevitable que al final terminen enredándose.

Ya llegada la navidad la magia continuaba con la reunión de los primos en la casa de mis abuelos paternos, eran los días más esperados… allí la fiesta estaba asegurada siempre.

Panderos, panderetas, zambombas, platillos, algunas botellas de aguardiente y cualquier otra cosa con la que hacer música y acompañar a tantos villancicos andaluces.

Cada veinticuatro de diciembre nos despertábamos deseando que llegara la noche pensando si tendríamos algún regalo, aunque entonces normalmente los que nos traían los regalos eran los Reyes Magos.

A mí me parecía mágico todo desde bien temprano, hasta los rayitos de sol que se colaban en mi dormitorio me traían mensajes de felicidad.

Yo disfrutaba de aquellos preciosos momentos, que entonces parecían más lentos, metida en mi cama, entre sueño y vigilia, disfrutando de mi infancia sin preocupaciones…

Cuando la mañana estaba un poco más avanzada, ya escuchábamos a mi abuelo levantarse y comenzar a tararear o a cantar con su precioso acento, los campanilleros y quedaba inaugurada la navidad.

Yo corría a la salita a ver si hacía buen día, si hacia sol o llovía, o si por alguna mágica razón había nevado.

Siempre esperaba que nevase en navidad… como en las películas.

Algunos días acertaba a ver por encima del tejado de Modesto como las nubes se movían de un lado al otro del trozo de cielo, con la esperanza de que dejasen caer sus lágrimas en forma de copos.

Luego nos preparábamos para desayunar, tostadillas con ajo, tomate y aceite, con manteca ‘colorá’ y con un poco de suerte, papuecas, sopaipillas, churros, pestiños o algún dulce que los mayores hubiesen preparado para ese día especial.

Yo corría como loca por, el que entonces nos parecía, un larguísimo pasillo.

Corríamos por toda la casa, por el patio, cruzábamos al otro piso y también corríamos por él a buscar a papá… todo parecía mucho más grande, bendita infancia, benditos días.

Ese piso, en el que mi padre trabajaba, también era mágico, en él podías hacer de todo, no pasaba nada si manchabas algo, luego se limpiaba y listo.

Usábamos todos los restos de sus maderas, cartones, barnices, tintes y pinturas, incluido el serrín.

Era como el desván de los cuentos, lleno de un montón de cosas que poder usar con nuestra imaginación infantil, pero con un tamaño superior.

En esos días vivíamos esperando al cartero, él traía las felicitaciones de los familiares y amigos lejanos, y durante dos o tres días solia llamar a nuestra puerta con alguno.

Venía con un gran saco, por entonces no tenían carro, solo como una saca o una cartera grandote llena de cartas.

Cuando llegaba alguno para mi abuela o mi madre, lo abríamos, lo leíamos y nos dejábamos abrazar por el aroma del ambiente, a romero o a matalahúva y ajonjolí tostado, o a canela y clavo.

Muchas veces nos invitaban a nosotras a leerlos para ver la sorpresa en nuestros ojos…

Queridos titos Currito y Esperanza… aunque estemos lejos en esta navidad, nos acordamos siempre de vosotros. Besos y abrazos de vuestros sobrinos…

O para mi madre: Querida prima Paqui… siempre en nuestro corazón…

Recuerdo los dulces de esos días, polvorones y alfajores de Écija, polvorones, mantecados pequeñitos, almendras, dulce de higo y Hojaldrinas de Alcaudete o de Martos.

Preparábamos la mesa del comedor, seis cubiertos entonces, cada uno tenía su sitio.

Sopa de fideos calentita, recuerdo esos sabores, aunque ahora los cocinemos igual, dejaron de ser iguales…

Yo siempre tenía un bloc de dibujo o alguna libreta donde poder dibujar.

Vivía dibujando, mis lápices siempre estaban a mi alrededor, lápices, ceras, acuarelas, cualquier cosa con la que poder mantenerme ocupada.

Siempre los firmaba y ponía la fecha. Intentaba que la letra fuese perfecta o por lo menos lo más perfecta que pudiese en cada momento.

Usaba dibujos de mis cuentos, o inventaba otros…

Si cierro los ojos me veo sentada en las rodillas de mi madre o de mi abuelo Curro dibujando o pintando con mis dedos.

Veo perfectamente su rostro, su blanquísimo cabello, sus ancianos ojos, las manos amarillentas por sus celtas cortos.

Me recuerdo con mi cabecita apoyada en la suya, dándole mil besos, era muy besucona y adoraba a mis abuelos, a todos. Pero él era el más paciente ante mis interminables besuqueos.

Siempre se reía, vivía riendo, y cuando yo hacía alguna travesura aparecía siempre una carcajada sonora.

Recuerdo sus coplas, sus villancicos andaluces, sus adivinanzas, sus juegos… «rebotín, rebotán… de la vera vera land… de la pista a la cabina ¿cuántos dedos tiene encima?».

Ummmm.

Recuerdos.

Caramelos de nata siempre en los bolsillos, y un inmenso amor en su corazón para sus nietecitas.

Él desayunaba leche migada, y no se levantaba hasta no terminar el desayuno, yo siempre esperaba impaciente ese momento. Si algún día tardaba, comenzaba a entrar y salir de su dormitorio hasta que mi abuela me decía que le dejase desayunar y prepararse para levantarse…

Siempre vestía de traje, era un hombre mayor, pero muy apuesto, muy elegante, muy bueno, muy cariñoso… y también hacia que las navidades fuesen especiales con sus villancicos flamencos.

Los adultos son los que hacen que la navidad sea más o menos mágica para los niños, y la mía fue especialmente mágica.

Los adultos que nos rodeaban se encargaron de ello.

Ha llegado el día de Nochebuena, como cada año, y nos sentaremos en una mesa acompañados de seres queridos, como cada año.

Nos reiremos, recordaremos otros momentos, escucharemos música o cantaremos intentando que sea bonita, para nosotros y para quién nos acompañe.

Es inevitable mirar alguna silla, algún lugar de la casa, alguna fotografía, cada año más… y es inevitable que alguna lágrima resbale por mis mejillas.

Los recuerdo siempre, pero estos días más intensamente, ellos eran la fiesta…

Por hoy voy a cerrar el álbum de mis recuerdos en memoria de muchos amores.

En él residen miles de fotografías, de miles de preciosos recuerdos.

En ellos me puedo acercar a cada uno de los protagonistas de mi precioso álbum.

Estas memorias me hacen recordar lo más importante de cada uno, sus sonrisas, sus carcajadas, su alegría, sus canciones.

Afortunadamente la familia que tengo allí, al otro lado, eran todos divertidos, o al menos lo fueron para mí.

Todos y cada uno de ellos dejaron sus penas a un lado para darme ánimo a su manera, en mis entonces pequeños problemas, incluso sobreponiéndose a sus momentos tristes.

Contemplando la luna, me recuesto sobre la almohada pidiendo que todo sea más sencillo para las personas que amo.

Y voy dejándome llevar por el sueño mirando, mirando, mirando cada recuerdo en mi mente, pensando en lo tranquilo que está el cielo esta madrugada de veinticuatro de diciembre y agradeciendo lo muy cerca que me encuentro siempre de todos mis ángeles.

 

¡Namasté!

 

 

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