El monje y el samurái.
Cielo e infierno.
Hace mucho tiempo, en un templo budista vivió un anciano Maestro que mostró, de una preciosa manera, las respuestas a ciertas preguntas formuladas por un guerrero de los alrededores.
El joven guerrero Samurái fue a visitar al monje Zen en busca de consejos, no obstante, en cuanto entró en el templo donde el Maestro rezaba, se sintió inferior, y concluyó que a pesar de haber pasado toda su vida luchando por la justicia y la paz, no se había ni tan siquiera acercado al estado de gracia de aquel hombre.
El guerrero Samurái se detuvo respetuosamente ante el anciano Maestro Zen y dijo: “Maestro, enséñame sobre el Cielo y el Infierno”.
El Maestro se giró rápidamente con disgusto y dijo:
– ¿Enseñarte a ti sobre el Cielo y el Infierno?- ¡Pues dudo que ni siquiera puedas aprender a evitar que tu propia espada se oxide! ¡Tonto ignorante! ¿Cómo te atreves a suponer que tú puedes entender cualquier cosa que yo pudiera tener que decir?
El anciano siguió así, arrojándole cada vez más insultos, mientras que la sorpresa del joven guerrero se convertía primero en confusión y después en ardiente coraje, aumentando por momentos más y más. Maestro o no Maestro, ¿quién puede insultar a un Samurái y vivir?
Finalmente, con los dientes apretados y la sangre casi hirviendo de rabia y furia, el Samurái ciegamente, desenfundó su espada y se preparó para acabar con la lengua afilada y la vida del anciano, todo en un solo golpe de furia.
En ese mismo instante, el Maestro miró directamente a sus ojos y le dijo suavemente:
– Ese es el Infierno.
Hasta en la cúspide de su rabia, el Samurái comprendió que el Maestro, de hecho, le había dado la enseñanza que él había pedido. Lo había llevado al Infierno viviente, conducido por una ira, un coraje y ego incontrolable.
El joven, profundamente impactado, guardó su espada y se inclinó en reverencia a este gran Maestro espiritual. Mirando hacia arriba y viendo la cara anciana y sonriente del maestro, sintió más amor y compasión que en cualquier momento de su vida.
En ese momento, el maestro levantó su dedo índice y dijo gentilmente:
– Y ese es el Cielo.
Somos un conjunto de luces y sombras que, a veces, ni siquiera nos reconocemos a nosotros mismos.
Somos como una línea y en cada extremo de ella están situadas, en uno nuestra luz y en el otro nuestra sombra.
Lo que mostramos al mundo no es ni la mitad del conjunto que nos compone como seres pensantes. Y eso de lo que estamos compuestos es infinitamente mayor de lo que realmente pensamos sobre nosotros.
La sombra podemos decir que es el infierno personal de cada persona, las cosas que no reconocemos como nuestras porque nos avergüenzan, lo que siempre nos esforzamos por mantener oculto.
Pero esas cosas que siempre intentamos ocultar, pueden ser expuestas en algunas ocasiones, pese a nuestros esfuerzos y a los trabajos diarios que podamos hacer para nuestro mejoramiento.
Quizás recuerdes decirte en alguna ocasión: no debería haber dicho…, no tendría que haber hecho…, no es bueno permitirme estas salidas… Muchas veces pensamos que la madurez nos ayuda a tener todo bajo control.
Pero hay ocasiones en la vida en las que parece inevitable que estos demonios escondidos aparezcan para llevarte al infierno.
Además, como pequeños diablillos que son, aparecen de la manera más inesperada y en las ocasiones menos oportunas. Provocando daños, quizás, en las personas más importantes de nuestra vida.
Cuando se está en el infierno, se dan situaciones que pueden parecer y ser inaceptables.
Sin embargo, cualquier idea debería merecer respeto, al igual que pedimos respeto por nuestras propias situaciones e ideales..
Es solo cuestión de empatía.
En cualquier vida y pese al autocontrol que aparentemente creamos haber conseguido, aparecen de pronto incontrolables conductas, emociones intensas, pensamientos y acciones inaceptables, incluso para nosotros.
Hay ocasiones en las que estos comportamientos que no nos parecen adecuados y que reprochamos si los observamos en alguna otra persona, surgen como una sombra oscura en nuestra vida. Y cuando queremos darnos cuenta no hemos sido capaces de reprimirlos, los demonios han hecho acto de presencia de manera explosiva.
Esta explosión provoca que lo que podría haberse comunicado de manera tranquila, para ser entendido en su total profundidad, pase a un segundo plano y quede como principal efecto, el daño provocado. Un daño que no es intencionado.
Conversaciones cuyo objetivo podría ser comunicar algo, realizar una petición o hacer una aclaración, debido a esos demonios, puede pasar a ser recibida como una ofensa.
Aunque solamente ocurra en contadas ocasiones, se puede llegar a un punto en el que en nuestro interior habite un cúmulo incontenible de malestares. Sensaciones que adquieren una intensidad que finalmente se revela desproporcionadamente, quizás por un autocontrol mantenido durante demasiado tiempo.
Este autocontrol termina por romperse y por descargar su fuerza sobre una persona o una situación, mostrando nuestro infierno, nuestra parte más oscura.
Haciendo examen de conciencia podremos reconocer que hemos mostrado esa parte, en alguna ocasión, sobre todo cuando tenemos nuestro vaso excesivamente lleno por causas, seguramente ajenas a la situación.
Unas veces mostramos nuestros demonios, y otras somos el objeto de los demonios ajenos.
Y una vez reconocido nuestro infierno, como decía Carl Jung: «Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad».
Si hemos hecho las aclaraciones pertinentes no queda más que seguir un camino en el que nos sintamos libres de hablar de nuestras inquietudes, de manera que no se acumulen, para poder así mantener esas sombras haciendo el menor daño posible, tanto a nosotros como a los demás.
Pese a cualquier circunstancia, siempre solemos esforzarnos por mostrar solo una parte de nosotros, sin aceptar esa otra que también somos nosotros.
Esta característica puede provocar una perdida de fe, de esperanza y de energía que termina poniendo las situaciones en contra nuestra.
Aun sabiendo que mi mundo no está compuesto solo de luz. Yo pensaba que una de mis fortalezas era tener siempre para ofrecer, el aspecto más amable de Marié, mi parte más alegre. La que muestra al mundo la mejor de las sonrisas, y la disposición de estar preparada siempre para ayudar a los demás.
Sin embargo, me doy cuenta de que no siempre puedo permanecer así. Hay muchas ocasiones en las que necesito sacar de mi corazón la tristeza, la impotencia, el malestar, el enfado y todo lo que me lleva a perder la fe en las personas: este es mi infierno.
Sobre todo porque pienso que todos merecen y merecemos siempre segundas oportunidades: ser vistos, escuchados y respondidos, permitiéndo así la expresión de nuestro sentir.
Si estamos en continuo desacuerdo con algún aspecto propio o ajeno, sin dejarlo manifestarse libremente y sin ira, es agotador para nosotros y podría ser inevitable que aparezcan de nuevo nuestros demonios.
Debemos aprender a aceptar nuestra sombra, integrando esta parte que también forma parte de nosotros.
Creo que debo vivir aceptando esa parte que me conforma para poder continuar manteniendo mi mente dentro de un equilibrio.
También para poder reconocer en mí, esas cosas que no me gustan en otros.
Igualmente, pienso que con esta aceptación podré lograr adquirir la comprensión necesaria para respetar otras opiniones. Incluso saber que todos, en algún momento, vamos a escuchar ideas que nos causen rechazo, pero que asimismo deben ser respetadas.
Nuestras diferencias pueden servir para seguir investigando, para querer estudiar cada motivo y situación, y así poder lograr un equilibrio. Dejando los juicios a un lado y comenzando a comprender, tanto nuestra actitud como la de los demás.
Y creo que la luz se hace presente cuando somos capaces de reconocer nuestra sombra y la sombra del otro, y tenemos la suficiente capacidad para perdonar, mostrar compasión y saber que todos cometemos errores.
El cielo está en reconocer que todos herimos, quizás sin darnos cuenta, en alguna ocasión de nuestra vida. Y al reconocerlo, nos vemos reflejados en la persona herida, percibiendo su luz y la nuestra.
El equilibrio está en integrar nuestras dos partes, nuestro cielo y nuestro infierno.
“Si sufres es por ti, si te sientes feliz es por ti, si te sientes dichoso es por ti. Nadie más es responsable de cómo te sientes, solo tú y nadie más que tú. Tú eres el infierno y el cielo también.”
-Osho-
¡Lo siento, por favor perdóname, te amo, gracias!
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