El mundo del alma es secreto
Mi aparición de nuevo en esta vida sucedió donde casi todos los niños nacían por entonces en Madrid, en el hospital de la Paz, en Fuencarral. Vi de nuevo la luz cuando mi ciudad era un pueblo, y los primeros meses de mi historia se sucedieron en casa de mis abuelos paternos.
La quimera de mi vida en mi pueblo se abrió paso con un proyecto familiar. Mi abuelo paterno, Francisco, acompañado de ciertos familiares y amigos formaron una cooperativa. Adquirieron un solar en Alcorcón donde posteriormente levantaron una edificación de pisos donde yo crecí y donde se encuentra el piso en el que a día de hoy continúa viviendo mi madre.
Es natural que no albergue recuerdos de mi venida a Alcorcón, fue en el año 1971, teniendo unos cuantos meses y cuando aún se le podía denominar pueblo.
Cuando era pequeña mis padres, especialmente mi madre, me explicaba que desde la esquina de mi bloque, en la calle Jabonería, todavía se podía acceder a la calle trasera, calle Nueva, y como tenían que atravesar un gran barrizal cuando era época de lluvia.
Barro, eso es lo que más recuerda mi madre, las calles próximas siempre saturadas de esa arcilla rojiza y pegajosa, característica de Alcorcón, ¡Pueblo alfarero!.
Crecí en esta calle de tierra arcillosa, una callecita con una gran pendiente de la que disfrutábamos en nuestros juegos infantiles. Mi casa estaba en el centro de esa pendiente, donde ya termina la cuesta, en el pequeño tramo que la enlaza con la calle Mayor. Nos criamos bajo un cielo que en aquellos momentos siempre se me representaba misterioso y maravilloso.
A los pocos meses de mi venida a Alcorcón, apareció en mi vida mi eterna compañera, mi hermana, y a partir de entonces se comenzaron a formar mis recuerdos.
Toda la vida unidas, eramos aliadas en todo, nuestras experiencias infantiles estaban enmarcadas por un paisaje formado por infinidad de casas blancas. Las casitas que en aquellos años abrazaban a nuestro pequeño bloque de pisos.
Ese horizonte es el que nos servía de apoyo y nos ofrecía seguridad, esa infinidad de blancas casas y sus moradores defendían y custodiaban nuestras pequeñas vidas.
Desde la ventana de nuestro piso, que en realidad aparentaba ser una casa, pues era un piso bajo, observábamos la lluvia embelesadas, contemplando con fascinación las formas que el agua creaba al salpicar en el pavimento.
Acercábamos nuestras pequeñas narizillas a los cristales esperando que pasase el temporal para volver a salir a jugar con nuestros amigos del barrio.
Entretanto, mientras pasaba la lluvia se sucedían las tardes en el dormitorio del fondo del piso donde mi padre tenía el taller. Allí cosíamos, jugábamos, esperábamos impacientes…
Esas ventanas que nos ayudaban a entretenernos cuando no podíamos salir, también servían para acoger las cestas de navidad que mi abuela Esperanza nos confeccionaba para que los Reyes Magos dejasen confites (como ella decía) la noche de Reyes…
Otras jornadas más frías, admirábamos como nevaba, también tras los cristales. Contemplábamos con esa particular curiosidad infantil como se llenaban de nieve los tejados de las casas frente a la nuestra.
Por ejemplo, una de las casas, desaparecida hoy, era la de Modesto, y cuando la blancura helada se implantaba en sus tejas rojizas, nos revelaba una hermosa escena. Esos tiempos y bellos marcos a nosotras nos parecían mágicos, por no ser habituales .
Jugaba diariamente con mi inseparable amiga y hermana en aquel tramo más estrechito y acogedor de la calle Jabonería.
También a diario quedábamos con nuestros amigos del barrio: Blanqui, Isidro, Inma, Toñi, Mariano, Toño, Chema, Miguel, Alberto.
Los más pequeños, Quique, Patri, Rocío, Mariola, Pablo, Ana, Carlos, Óscar, Cesar, Flores, Merce, Cari, Pablito y Bertita. Y los mayores José, Puri…
Había muchos más, pero por edad ya no jugaban con nosotros.
No sé si me olvido de alguno, éramos muchos… si alguien me lee y no le he citado, que me perdone, o que escriba en los comentarios y gustosa lo añadiré al relato de mi vida infantil.
No todos los días estabamos todos, unos días unos y otros días otros, y en días especiales casi todos.
Nos entreteníamos en muchos puntos de nuestra pequeña calle: en el patio del Bar Valbuena, de los padres y abuelos de algunas de nuestras amigas… y del que todavía recuerdo los colores, el olor, los juegos en su interior… cruzar por él a la parte trasera del barrio…
En invierno, nos protegíamos del frío o de la lluvia en las escaleras de Inma, o en su azotea, cuando el tiempo era mejor y nos lo permitía.
Otras veces subíamos a la azotea de la marisquería Gil, de Mariano.
Todavía recuerdo entrar alguna vez a jugar al patio de Modesto, abuelo de Toño y Bertita.
Recuerdo especialmente a Bertita, cuando ponían esas películas dramáticas de entonces y nos veía llorar a mi madre y a mí, nunca olvidaré su carita de sorpresa e impresión, algún día que entraba en mi casa.
Modesto… acude a mi memoria perfectamente, su semblante y sus saludos. Y recuerdo con gran afecto a su hija Carmencita.
Un misterio, o por entonces nos lo parecía, era pasar corriendo frente a la fachada de la casa del señor Paco.
No recuerdo tener ninguna fotografía de ella, aparentaba ser una casa encantada, o al menos para nuestras mentes soñadoras, así lo parecía. Pequeña, oscura, rodeada de maleza, con su tétrico coche en un lado y la verja de madera siempre cerrada…
Algo que de ningún modo olvidaré son las risas en la lechería de Mari Jose, en donde nos entraba ese ataque propio de la adolescencia y no éramos capaces de parar de reír para pedir que nos sirviese la leche. Lo bueno, que no hacía falta, ella siempre sabia lo que queríamos.
Un bonito recuerdo para mí, es la tiendecita de barrio frente a nuestra casa, la tienda de comestibles de la señora Dominga, en la que vendían de todo. Allí me llevaba mi abuela Carmen y me entretenía para que comiese sentada en el poyete del escaparate (entonces era muy mala comedora). Mi mejor escena de aquel comercio eran unas galletas de chocolate, similares a barquillos que me encantaban, y a la señora Dominga siempre interesándose por nosotras.
Eran días felices en un pequeño barrio, felicidad habitual en cualquier barriada de mi pueblo, idéntica a cualquier otro pueblo en aquella época.
Aquellos días de pueblo gestan actualmente en mi interior una ancestral entrevista. Retornan a dialogar en mi pensamiento, los silencios al medio día en la plaza de La Hispanidad, las piedras de sus escaleras, su entrañable fuente ruborizándose al sol y la bulliciosa conversación con la coral que formaba el agua que manaba de ella.
No puedo olvidar los columpios de «La Hispanidad», en los que mi hermana y yo acabábamos medio embriagadas de dar vueltas.
Igualmente recuerdo sus avenidas llenas de arena, arena en la que observaba fascinada las formas que las hojas de los formidables plátanos hacían.
Precioso recuerdo también el del depósito del agua, allí nos subía y nos ayudaba a caminar o a jugar mi abuelo Curro… esos poyetes, en aquella epoca nos parecían enormes.
Más adelante, nuestras mañanas se ampliaban en el cine Benares. Ibamos todos juntos y pasabamos la mañana hasta el medio día. Las interminables sesiones dobles de cine. Cuando salíamos, cada uno regresaba rápido a comer para volver a salir a la calle, a reencontrarse con los demás.
… Cada vivencia disfrutada en aquellos bellos años tenía un rostro propio, todas distintas, todas idénticamente divertidas.
La caída de la tarde y la caricia de su luz velada, me hace recordar que nuestros juegos eran mágicos. La calle era nuestra vida, era la diosa desenfrenada en la que celebrábamos el paso del tiempo.
Nuestra panorámica no era muy extensa. Pero si nos aventurábamos a alejarnos del barrio, podíamos encontrarnos con un conjunto singular de aventuras. Una de ellas se desarrollaba en lo que para nosotros eran unos antiguos Castillos, que entonces pensábamos embrujados y con algunas zonas en ruinas.
Sepulcros incluidos, creo recordar, o al menos eso nos figurábamos entonces.
Bastaba con andar unos kilómetros para cambiar nuestro paisaje de barrio por estas nuevas vistas. Ir a inspeccionarlos nos despertaba la imaginación, recuerdos e historias antiguas. Por entonces estaban rodeados de naturaleza serena y salvaje.
Apariencias que en aquellas fechas aparentaban ser desconcertantes. Estas experiencias me transportaban a albergar pensamientos inciertos, ganas de entender, admiración, respeto, misterio y deseos de sentir la satisfacción de sostener cualquier certidumbre con respecto a sus historias.
Me siento bendecida por ser seleccionada para nacer en el momento y el lugar en el que lo hice, rodeada de las personas que allí se encontraban.
Cada una de de las personas que me rodeaba tenía y tiene un propósito especial en el curso de mi historia.
Cada vida con un significado profundo, aunque cualquiera de los demás pueda darle una explicación distinta.
Con la posibilidad humana de equivocarse en la interpretación, pero eso es la vida.
Por supuesto, en ocasiones teníamos comportamientos desacertados, quizás sin darnos cuenta de que hacíamos daño a alguno de los demás.
Entonces no nos deteníamos a pensar en ello, éramos niños y adolescentes creciendo juntos, cada uno con su manera única de ser y de pensar.
No nos proponíamos nada, nada era a propósito, solo nos ocupábamos de vivir y actuar. Con aquella edad no nos obsesionábamos por las preocupaciones, por las cosas que dolían. Esas cosas fueron las que después forjaron, junto con el resto de lo vivido, nuestro porvenir.
Nadie elige donde nacer, al menos no conscientemente.
Tampoco se nos preguntó si queríamos nacer en otra familia, porque eso hubiera implicado una divergencia que no se ajustaría a nuestro propósito de vida.
Dicho de otra forma, cada dolor, cada sentimiento de culpa, cada lágrima, cada desamor, cada sufrimiento fue necesario para forjar nuestro carácter actual.
Teniendo en cuenta, además, que teníamos la posibilidad de elegir nuestras acciones y nuestras reacciones. Como no, nuestro libre albedrío.
Contábamos con la creatividad joven inevitable para aprovechar nuestra libertad de escoger. Podíamos crear nuevas relaciones, renovarnos constantemente, crecer y proceder discretamente tras el rostro que mostrábamos a los demás.
Aunque el destino se revelaba lenta y parcialmente, si me paraba a observar, intuía la intención en los rostros que me rodeaban.
Detrás de todos y cada uno de mis amigos, existía y existe un mundo oculto, un mundo que no está a la vista y que nadie podía, ni puede advertir. El mundo diferente para cada uno. Pero si deteníamos un poco nuestro camino e intentábamos profundizar, podíamos ver cada alegría, cada dolor…
La belleza de compartir todos aquellos momentos en común consistía en la belleza de la amistad, en la compañía, en los juegos, las charlas. Y en cualquier experiencia que continuamente transformaba lo que veíamos y vivíamos.
Aunque entonces solo podíamos guiarnos por lo que observábamos al mirarnos a los ojos, crecimos así.
Nuestro rostro mostraba parte de nuestro interior, pero hasta llegar a una edad más madura no pudimos percatarnos de las travesuras que cada alma tenía la facultad de realizar.
Al crecer comenzamos a percibir mejor la riqueza que reflejaba cada mirada.
Siempre me ha fascinado la presencia humana en cualquier ámbito. Ha despertado, a lo largo de mi vida, curiosidad, amor y un gran sentimiento de unidad.
Desde la distancia doy las gracias a todos mis amigos del barrio, fueron una parte muy importante en mi entonces dificil vida. Entre ellos siempre me sentí aceptada e importante.
– Imagen de la foto de entrada de Javier Nierga, publicada por Germán De Wroche en el Grupo de Facebook No eres de Alcorcón…
– Fotos publicadas por Germán De Wroche en el Grupo de Facebook No eres de Alcorcón…
Pero el tiempo comenzó a deslizarse por nuestras vidas, pasaron los años y nuestro pequeño pueblo empezó a crecer.
Dejamos de conocer a todas las personas con las que nos cruzábamos por la calle y paso a paso fue convirtiéndose en una gran ciudad…
¡Gracias a todos por haber formado parte de mi vida!
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