Hoy me he despertado con ganas de confesar algún secretillo que quiere volar. Quiero dejar marchar alguna pincelada de mi vida que sirva al menos para alguien angustiado, para mostrar que hay siempre otra alternativa. Así que mi reflexión de hoy incluye confesiones con buen resultado.
Debido a mi infancia, en momentos inmediatamente posteriores a una gran tristeza, mi alma se perdió un poco en el ego, así que hoy voy a pormenorizar en detalles que acontecieron en mi vida.
A la luz de la distancia puedo reconocer los errores. Uno de ellos un desordenado anhelo de “querer quedar bien” con todo el mundo, creo que debido a darme cuenta de que «de pronto» era aceptada.
No quería retroceder a mi vida «anterior» y sentía que debía complacer y gustar a todo el mundo.
Mi deseo era desmedido, y no se conformaba con alguna persona… era todo o nada.
Era una niña de apenas 13 años, pero tenía miedo de perder la bonita fama que había conseguido “después de la gran falsedad en la que había estado inmersa”. Y si para ello era necesario inventar, decía mentiras.
Fue más o menos un año de transición, en el que estuve envuelta en hipocresía y cinismo. A la vez sentía en mi interior un deseo, que no tenía capacidad para reconocer, sin embrago, hacia daño. No me importaba el sentimiento ajeno, si yo me sentía bien.
Fue una evolución y una revolución, la de estar en el agujero más profundo a querer estar por encima de todo.
Sentimientos y acciones difíciles en el peor momento (el más complicado) de cualquier persona, la adolescencia.
Hasta entonces una parte de mí vivía en la más profunda tristeza y engaño, a la vez que otra era humilde, responsable, sencilla, respetuosa… Todas desaparecieron juntas.
Supongo que ese equilibrio engañoso era necesario para mi salud mental, pero una vez que las partes negativas vieron que no eran ciertas, las positivas se alejaron con ellas también.
Creo que son cosas que debo contar, que sirvan para algo al menos.
Reconocerlas yo, ayudar a otros a verlas en sí mismos y para dejarlas volar libres.
Supongo que todos de una manera o de otra hemos sufrido momentos duros en la infancia, no iguales por supuesto.
En mi caso fueron diez años de silencio, y ese retazo no tan pequeño de mi vida, ese algo tan personal puede servir de ejemplo. Para que no sirva de ejemplo como para no permitirlo.
Ese año de mi vida estuvo rodeado de situaciones que podrían haber terminado mal, podrían haberme hecho incluso más daño que los años vividos bajo acoso. Supongo que ese ser superior que siempre me cuida, también lo hizo en esta ocasión.
Esta reflexión no es un relato fantástico, no, es un trozo de la historia de una vida, la mía.
A día de hoy sigo agradeciendo a esa presencia invisible que estuvo siempre a mi lado y que continúa estando.
También agradezco no haber sobrepasado ciertos límites habiendo estado tentada en tantas ocasiones, así que gracias de nuevo por susurrarme que detenga mis pasos antes de caer al abismo.
A día de hoy en el que friso los 54, puedo decir, desde un poco de experiencia, que todo podría haber sido mucho peor.
Mis amistades no eran malas, pero tampoco las más adecuadas.
En aquella época las jeringuillas eran el peor miedo en los jóvenes.
Heroína una palabra maldita.
Las había por todas partes, jeringuillas usadas en los rincones, en los bordes de las aceras, en los portales… en cualquier lugar oscuro y apartado.
En verano, era como ir sorteando minas, las sandalias no nos protegían los pies, y podíamos pisar una en cualquier momento.
Vivíamos en un miedo común por las enfermedades que podrían transmitirnos…
El SIDA era el demonio más oscuro en aquellos años.
Pero era preferible temer a quedar enganchada en algo así, como tantos conocidos que hice en ese año.
Agradezco no haber caído en ello y que nadie me obligase o me invitase a probar.
Muchos de aquellos conocidos quedaron por el camino.
Quizás mi papel fue de observadora, siempre miraba y escuchaba las historias, a veces sin sentido, que me contaban. En otras el sentido era demasiado doloroso.
Supongo que para mí era como ser protagonista o mejor espectadora, en una película, era algo diferente, al menos me sentía importante, viva, necesaria y útil.
Conviví ese año con una familia que tenía grandes problemas en ese sentido. Afortunadamente, no me alcanzaron, los vi desde la barrera.
Pero sufrí los comportamientos y las consecuencias.
Creo que todo me ayudo a tener claro lo que no quería para mí.
Por fortuna, en mi casa tenía apoyo incondicional, aunque no sé si tenían conocimiento de mis amistades.
Nunca salí de los límites, pero eso no lo sabían ellos.
Es como estar convaleciente, siempre es más duro para quien acompaña.
Mi familia siempre ha sido mi equilibrio, la que me ha rescatado tanto de lo malo como de lo que yo pensaba bueno.
Sobre todo mi hermana, un año más joven pero, entonces bastante más responsable que yo. Al menos en estos asuntos.
Además de las reflexiones de mi padre hasta la madrugada, muerta de sueño …
Mi familia me enseñó a valorar el tiempo, y a pedir ayuda espiritual.
En mi casa aprendí valores muy importantes y creo que ellos son los que finalmente equilibraron la balanza hacia el lado correcto.
Eso y que desde esa tierna edad, 13 años, invertía casi todo mi tiempo en algún trabajo. Siempre estaba atareada.
Ya confeccionaba mis propios diseños, mi propia ropa y la ropa para mi hermana, mi madre y mi abuela.
También comencé el bachillerato “de entonces”, en horario de noche, teniendo el día libre para diseñar, coser, para hacer deporte, y para cualquier inquietud que quisiera aprender.
Gracias a todo ello tenía apenas tenía tiempo para dedicar a mis recién descubiertos “amigos”.
Aunque tuviesen problemas, no eran malas personas, todavía conservo alguno.
De todas formas no he sido nunca de estar ociosa, compaginé durante bastantes años los estudios, en los que no era muy buena, con la confección.
Cuando no estaba en el instituto estaba cosiendo, o pintando o diseñando o trabajando con mi padre… o cocinando. Y creo que esa característica fue la que me ayudó a no necesitar evadirme de la vida, sino todo lo contrario.
Pero mi falta de entusiasmo para estudiar provocó que cuando quise darme cuenta de lo que quería para mi vida, quizás fuese tarde.
Terminé C.O.U. con una nota que no me permitía estudiar lo que ansiaba, pero ya no podía hacer nada.
Perdí el tren de bellas artes. ¡Conocí de nuevo la palabra derrota!, pero una derrota elegida voluntariamente por no luchar por lo que quería.
En los años siguientes maduré un poco gracias a consejos paternos. Uno de los mejores consejos fue convencerme para conseguir una titulación. Pero sobre todo que no estuviese ociosa, aunque yo sabía que no lo iba a estar.
Pero como no me satisfacía la elección del grado, ¡conseguí dos!, un grado superior en informática de gestión en donde conocí al padre de mis hijos y a la vez otro grado superior privado de diseño de moda y confección a distancia, en París.
Todo ello mientras me dedicaba también a la confección en los ratos que me quedaban libres. Entonces sé decía “coser para la calle”. Yo cosía ¡para la calle y para la casa!
Yo creo que me intentaba castigar por algo, o evitar mirar de frente a mis dolores antiguos, e invertía cada momento en estar activa.
También por ese sentimiento de quedar bien, de ser buena, de ser valorada, de no querer volver a vivir en la derrota.
Ese afán de ser aceptada por todos y en cualquier situación me siguió jugando malas pasadas en más ocasiones.
Situaciones comprometidas para que mi familia no supiese que había comenzado a fumar para sentirme aceptada, y a tomar alcohol en alguna ocasión.
Además de las generadas por las mentiras que contaba a conocidos con tal de sentirme integrada y que me prestasen atención.
Yo solita me metía en todos estos enredos que hoy estoy confesando.
Me aficioné a buscar escusas y escapar de las explicaciones en el último minuto, “por los pelos”.
No me percataba entonces de que los padres conocemos a los hijos mejor de lo que ellos creen y vemos cosas que ellos piensan que nunca veremos.
¡En mi papel como hija todavía no sabía esto!
Debo confesar que era mala estudiante porque me podía mi pereza para lo que no me gustaba. Las materias que me aburrían no me motivaban y no encontraba la voluntad para trabajar en ellas.
No obstante equilibré este desastre gracias a mi gran imaginación y sensibilidad, con mis sentidos altamente despiertos. Ayudándome de lo que si me gustaba logré finalizar todo.
Puedo ser insistente en muchas cosas, pero me siento obligada a contar todas incluyendo todos los sentimientos de derrota, fracaso, ridículo, vergüenza.
Son historias que pueden ser similares a las vividas por otras personas en aquellos años, y hay quien se puede sentirse identificado, pero también pueden ser utilizadas por otras más jóvenes como apoyo, hay cosas que cambian, pero otras son similares.
Por supuesto, intento no ser soberbia y que mi experiencia pueda servir a otro, es un ejemplo más de una vida cualquiera.
Cada persona tiene que tropezar y caer para formarse, mis vivencias pueden servir exclusivamente para mostrar que todos podemos resbalar.
Imagino que todos, y sobre todo en la adolescencia, buscamos sentir plenitud, sin embargo, o no la encontrábamos o duraba tan poco que no era satisfactoria, con el peligro que esto conlleva.
Para mí algunos resultados eran deprimentes, por la reducida duración de los objetivos. Y eso me devolvía a una sensación de ridículo y derrota, me sentía una fracasada.
Si lo pienso ahora, realmente no lo era, ponía toda mi pasión en cualquier cosa que hiciese, y no me permitía momentos libres en el día.
Pero en lo realmente importante no lo terminaba de conseguir, mi propia estima, mi voluntad.
Cuando dejé atrás los acosos y llegué al instituto, mi reputación se transformó de ser el patito feo “que no lo era” a ser la simpática, la divertida, la bonita “que tampoco lo era”. Al menos no me sentía mal. Pero las consecuencias no se hicieron esperar: los resultados académicos…
Vuelvo a repetir que en lo que me gustaba era brillante, con el don añadido de sacar el mayor partido a cada una de mis aptitudes, esto me sirvió también para sufrir, ¡envidia, mala consejera!
Quizás era un poco engañoso porque tampoco era demasiado constante y el tiempo seguía su curso.
¡No pasa nada, todavía tengo tiempo!, esa frase que tanto he escuchado en boca de mis hijos, definía también mi día a día.
Un inconveniente: nunca tuve popularidad, no fui bien aceptada, ni comprendida por mis profesores, ni siquiera lo intentaron, perdí la fe en todos, por eso en mis estudios a distancia tuve tan buenos resultados.
Los profesores de mi infancia me hicieron perder la confianza en cualquier maestro, nunca levantaron un dedo para acabar con mis acosos diarios… ¡Totalmente visibles para todos!
Eso lo arrastré durante demasiado tiempo.
Este asunto me causó también muchos problemas posteriores con esta preciosa profesión. Me costó mucho sufrimiento sentirme cómoda entre profesores.
Después otra ¿Derrota?… Mis sueños de ser la mejor pintora del mundo quedó en eso, un sueño, perdí el tiempo en hacerme valorar, en satisfacer mis deseos de vivir lo que no había vivido hasta entonces.
No lo conseguí porque no estudiaba, no me detenía a pensar que debería luchar si lo quería lograr.
Invertía mi tiempo en mí misma, en dibujar cosas fantásticas, en diseñar algo para confeccionar y usar el fin de semana…
Afortunadamente, terminé estudiando diseño de moda y ahí mis aptitudes para la pintura tuvieron una forma de expresión.
Viví ese curso a tope, diseñando continuamente, dibujando en todo momento, con la ventaja de que había confeccionado y tocado todos los palos de la costura, así que mis diseños eran posibles de confeccionar sin lugar a dudas.
Realmente después de ir consiguiendo lo demás “por los pelos”, traté de superar las pruebas de diseño con brillantez.
Me sentía una muy buena modista, patronista y diseñadora. Era muy perfeccionista y mis confecciones eran muy elaboradas y muy bien terminadas.
Como puedes ver, he tenido un carácter más bien blando en cuanto a los estudios, la práctica era una maravilla, pero la teoría me llevaba por la calle de la amargura. No obstante igualmente me fascinó lo relacionado con la confección lo suficiente como para aprenderme toda la historia de la moda, el marketing necesario y toda la teoría relacionada con ello.
Conseguí ser una buena diseñadora, pero solo he tenido la oportunidad de ejercer de modista. Esa es otra historia para contar otro día… es largo.
Comprendo que ciertas cosas no dependen de nosotros, y la dificultad de lograr una buena práctica sin una perfecta teoría.
Mi vida se acostumbró a ser siempre una huida hacia delante.
Comprobaba que había diseñadores famosos peores que yo en las pasarelas madrileñas, aunque esté mal que yo lo diga.
Desde la escuela de París me enviaban invitaciones para asistir dos veces al año y pude observar lo que he afirmado. Con el consiguiente sentimiento, otra vez, de vergüenza, de desesperanza.
La vida de nuevo me mostraba que nada depende de mí, nada hay subordinado a nadie, que hay algo superior a todos, tanto terrenal como espiritualmente.
Desde la parte terrenal no tuve suerte, no sé si es cuestión de fortuna o que desde la parte universal es lo que tenía que experimentar.
Todas las experiencias desesperantes se resolvían en que mi porción dolida emergiese de nuevo. A que comenzase a hacer cosas no muy adecuadas, intentando que no me pillasen, buscando coartadas… Siempre había razones para vivir en una mentira que me hiciese sentir en una situación más elevada, que disparase mi adrenalina. No me refiero a drogas de ningún tipo, sino a comportamientos.
Otra vez la tentación de la soberbia, ¿será cosa de familia?, y con ella, la ceguera.
De nuevo la necesidad de llamar la atención, ser vista, ser valorada.
Trabajé diseños espectaculares, y como no tenía donde utilizarlos, me los confeccionaba. Me vestía de formas únicas, pero no me sentía buena persona, ni bonita. Aunque tampoco me sentía “del montón” como me decían algunos familiares. Necesitaba sentirme superior.
Qué error, mayor era siempre la caída. Sé que no soy más que nadie, pero también sé que nunca pertenecí ni perteneceré a un montón, jamás. ¡Del montón! Así decía algún familiar.
Sentía de todas la formas posibles que no podía quedar enterrado todo lo que tenía por mostrar, por crear.
Eso de permanecer en la sombra no había sido escrito para mí, pasé demasiado tiempo en ella y nunca más quiero regresar allí.
Si no podía ser una chica buena, una buena mujer, sería la mejor pintora, o la mejor modista, o la mejor artista… amo el arte por encima de todo (sin incluir personas). Sumé puntos por serlo, por ser más admirada, entonces lo necesitaba…
Todo ello me sirvió para trabajarme al máximo, para sacar todo el potencial escondido en mí.
El tiempo fue transcurriendo en estos altos y bajos, en esta montaña rusa, en esta vida similar a muchas otras y un buen día de septiembre, apareció una persona, la más importante en mi vida. A través de él he vivido los amores más puros jamás imaginados.
Me sospechaba insensible, imposibilitada para amar, pensaba que podía dominar lo que sentía, y que nunca conocería a alguien a quien poder abandonarme, en quien poder confiar plenamente, me habían robado esa capacidad.
Pensaba que ninguna persona podría dejar huellas imborrables en mi corazón. Pero…
Sí, me enamoré, yo que me había sentido incapaz de ello.
Aunque igualmente, ante estos sentimientos, regresaron a mí: mi compañera soberbia, mi falta de autoestima, mi tendencia a autoprotegerme, a victimizarme, y todo ello sirvió para herir a la persona más buena que me había presentado la vida. Regresó el decorado de dolor, esta vez para él, y como consecuencia para mí.
Por supuesto que veía los problemas y sabía que estaban en mí, pero entonces todavía hablaba mi pate dolorida y pensaba ¡a mí qué me importa!
Había empezado a sentir mi poder, y la sensación me daba permiso para hacer lo que me daba la gana. Me quería divertir, quería recuperar el tiempo perdido, el tiempo de dolor y no había nada con el poder de estropear mis planes.
Incluso a algún familiar o amigo les contestaba con ¿por qué no me dejáis en paz? Ya es hora de que disfrute de la vida, y no pienso amargármela porque tú te opongas a lo que pienso, ¡faltaría más! ¡Cuanto por aprender!
No debía nada a nadie, incluso hacia todos los favores del mundo, así sentía plenitud. Pero ¿lo hacia por ellos o por mí?
Quizás lo hiciese por mí, pero estaba aprendiendo a ser sincera conmigo misma durante esos procesos.
Quizás nadie pueda comprenderme, ni amigos ni familia, pero sentir que estaba convirtiéndome en la persona valiente y coherente que soy hoy, la persona que quiere seguir aprendiendo, me hace sentir que todo lo pasado fue necesario.
Si es a fuerza de confundirme, así será, pero hoy prefiero elegir que sea a fuerza de amor.
Y considero hipócritas sin criterio y cobardes a las personas que no son capaces de reconocer sus propios errores.
¡Que sabe nadie de la vida de nadie! Nadie sabe nada. Nadie puede imaginar lo que otra siente, es imposible.
Decir también, que cuando se rueda cuesta abajo es difícil frenar, hay veces que nos debemos dejar arrastrar hasta el golpe final y desde allí tomar impulso.
Cuando estás rodando no ves ni oyes, y mucho menos entiendes… así que entiendo que no pudiese comprender que quisiesen ayudarme, ni siquiera les escuchaba.
La vida es personal e intransferible y nadie puede vivir la vida de otro.
Mi vida no es, sino mía, sé lo que quiero en ella y lo que no quiero.
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