Un bonito cuento

Escrito por Marié

9 de febrero de 2024

Adaptación de un bonito cuento de ayuda desinteresada encontrado en la red, espero que os guste.

 

Disfrutaba conduciendo mi viejo coche de regreso a casa y observando el paisaje, así que casi no me percaté de la presencia de un coche en la cuneta. Era de noche y llovia bastante.

 

Cuando quise dame cuenta estaba casi encima de ese coche estacionado a un lado de la estrecha carretera, me fijé en la persona situada a un lado del coche, la conductora era una mujer anciana.

 

El día era frío, lluvioso y gris, de los que invitan a observarlos desde una ventana, o lo que yo estaba haciendo, guarecido en mi coche.

 

La corta velocidad a la que circulaba, me permitió advertir que la anciana necesitaba ayuda.

 

Estacioné mi vehículo delante del de la ancianita.

 

Al pasar a su lada la vi toser, y cuando me acerqué a ella continuaba tosiendo. Me observaba con recelo, iba vestido con la ropa de trabajo y todavía no me había podido asear.

 

Pude apreciar que la anciana estaba preocupada y me acerqué a ella con una nerviosa sonrisa en el rostro.

 

Me comunicó que nadie se había detenido desde hacía más de una hora, cuando se detuvo en aquella cuneta, aunque la carretera solía ser muy transitada.

 

Mi impresión fue que la anciana al verme, se asustó, al fin y al cabo era un hombre desconocido, no muy arreglado, y podría pensar que era un delincuente.

 

Los pensamientos de la anciana andaban por estos derroteros: No hay nada que hacer, estaba a su merced. Se veía pobre o hambriento. La realidad es que acababa de terminar de trabajar y regresaba tranquilamente a casa.

 

Sin embargo, pude adivinar sus pensamientos por sus gestos, que reflejaban cierto temor. Así que me adelanté a tomar la iniciativa para que su incertidumbre no continuase creciendo.

 

— Buenas tardes, mi nombre es Heber, ¿puedo ayudarla en algo? ¿Por qué no entra en su vehículo y se protege de la lluvia?

 

Observé sus ruedas y comprobé que se trataba de un neumático pinchado, pero para ella era una situación imposible de resolver.

 

Procedí a meterme debajo de su vehículo buscando un lugar seguro donde colocar el gato para poder maniobrar con seguridad, pero igualmente me lastimé en varios de mis nudillos.

 

Ya estaba terminando de apretar las últimas tuercas, cuando la señora bajo la ventanilla y comenzó a hablarme.

 

Me contó su historia, de donde venía, que únicamente estaba de paso por allí, y que no sabía cómo agradecerme mi ayuda.

 

Me produjo una sensación de cariño que me hizo sonreír. Cerré la caja de herramientas y la guardé.

 

Me preguntó cuanto me debía, pues cualquier suma sería correcta dadas las circunstancias, pues pensaba las cosas terribles que le hubiese pasado de no haber contado con mi gentileza.

 

Nunca se me ocurrió pensar en dinero.

 

No se trataba de ningún trabajo para mí.

 

Ayudar a alguien en necesidad era la mejor forma de pagar por las veces que a mí me habían ayudado cuando me he encontrado en situaciones similares.

 

Acostumbraba a vivir así.

 

Le dije a la anciana que si quería pagarme, la mejor forma de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad, y estuviera a su alcance el poder asistirla, lo hiciera de manera desinteresada.

 

Y que entonces… — “tan solo piense en mí”, dije despidiéndome.

 

Esperé hasta que al auto se marchó.

 

Había sido un día frío, gris y depresivo, pero me sentí bien por terminarlo de esa forma, estas eran las cosas que más satisfacción me traían.

 

Entré en mi coche y me marché.

 

Unos kilómetros más adelante la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería muy bueno quitarse el frío con una taza de café caliente antes de continuar el último tramo de su viaje.

 

Se trataba de un pequeño lugar un poco desvencijado.

 

Por fuera había dos bombas viejas de gasolina que no se habían usado durante años.

 

Al entrar se fijó en la escena del interior. La caja registradora se parecía a aquellas de cuerda que había usado en su juventud.

 

Una cortés camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia.

 

Tenía un rostro agradable con una hermosa sonrisa. Aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie.

 

La anciana notó que la camarera estaría de unos ocho meses de dulce espera. Y, sin embargo, esto no le hacia cambiar su simpática actitud.

 

Pensó en como gente que tiene tan poco pueda ser tan generosa con los extraños.

 

Entonces se acordó de Heber… Después de terminar su café caliente y su comida, le entregó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de cien euros.

 

Cuando la muchacha regresó con el cambio constató que la señora se había ido.

 

Pretendió alcanzarla. Al correr hacia la puerta vio en la mesa algo escrito en una servilleta de papel al lado de 4 billetes de cien euros.

 

Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: “No me debes nada, yo estuve una vez donde tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti.

 

Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: No dejes de ayudar a otros como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu alegría y tu sonrisa y no permitas que esta cadena se rompa.

 

Aunque había mesas que limpiar y azucareros que llenar, aquel día se le pasó volando. Esa noche, ya en su casa, mientras la camarera entraba sigilosamente en su cama, para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella.

 

¿Cómo sabría ella las necesidades que tenían ella y su esposo?, los problemas económicos que estaban pasando, máxime ahora con la llegada del bebé.

 

Era consciente de cuan preocupado estaba su esposo por todo esto.

 

Acercándose suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente, le susurró al oído: “Todo va a salir bien, Heber”.

 

Los verdaderos actos de amor y de pura generosidad es dar desinteresadamente. Dar, ayudar o proteger a quien nos encontremos en apuros es lo más maravilloso que podemos ofrecer. Yo creo que en cualquier persona crea un sentimiento de satisfacción personal intenso. Sin presumirlo, sin que nadie lo sepa…

Si necesitas decir lo estupenda persona que eres, ¿de qué sirve? Creo que actuar de manera desinteresada provoca en nosotros el bienestar que buscamos como locos por todos lados, sin saber que está tan cerca.

Podemos ver diariamente que no todos tenemos la capacidad de ofrecer ayuda desinteresada. Lo más sencillo es pasar de largo ignorando los problemas de los demás, aun cuando no nos costaría nada ofrecer la ayuda tan necesaria.

Y aunque no deberíamos esperar nada en pago de nuestra ayuda, creo firmemente lo que dice este bonito relato, el universo nos traerá de vuelta la mejor de las recompensas a nuestra generosidad.

He encontrado un estudio realizado por la Universidad de California en 1999, y la de Michigan en 2003, en la que se demuestra que quien ofrece voluntariamente su ayuda, también recibe a cambio una serie de beneficios para la salud que fueron contrastados.

En el estudio, se comprobó un aumento de la autoestima, menos depresión, niveles bajos de estrés, vida más larga, más felicidad, presión arterial más baja. El estudio se realizó en un grupo de personas que años antes habían participado como voluntarios en diferentes asociaciones y entidades. Incluso teniendo en cuenta factores como la edad, el ejercicio realizado, la salud y los hábitos negativos adoptados (por ejemplo fumar), evidenciaban estos efectos positivos.

Parece que dar desinteresadamente a los demás puede activar regiones asociadas al placer, la confianza, y la conexión con los demás. Esto provoca que se liberen endorfinas, sustancias asociadas al bienestar y el placer.

 

Una simple palabra en el momento adecuado, puede cambiar el significado de una vida, se puede tocar el alma con una mirada.

En medio de lo desconocido se puede encontrar el mejor amigo del mundo, ese que sin conocerte, te ayuda cuando nadie lo hace. 

 

 

 

¡Namasté!

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