Ya me conoces, siempre he estado en contacto espiritual con vosotros, siempre os he hablado y siempre me habéis atendido. Incluso esa tarde triste en que dije Papá ¿Me oyes?
Y, ¿cómo no ibas a contestar?, no te hiciste esperar. Esa misma noche te comunicaste bastante tiempo conmigo, bajo mi percepción.
Si me preguntasen que cuanto tiempo hablamos… A mi parecer fue muchísimo, no recuerdo cuánto. Cuando estoy contigo y además en ese lado del velo, el tiempo es distinto.
Seguro que hay bastantes personas que lo han comprobado, te duermes medía hora y puedes estar un tiempo imposible de cuantificar trabajando, viajando, ayudando o lo que sea que cada uno haga allí.
Y todo comenzó después de esa tarde, rara como ninguna antes vivida.
Porque esa tarde cambió mi mundo de nuevo.
Creo que el mundo cambia cada vez que alguien se marcha de tu vida. Y sobre todo cuando es alguien especialmente importante.
Da igual que se marche al otro lado del velo, o se quede al otro lado de la ciudad.
Cuando tienes que despedir a alguien a quien has amado inmensamente, todo se distorsiona. Tienes que sujetar tu corazón y dar la bienvenida a tus lágrimas.
Algo profundo sucede, es un sentimiento de vacío y desesperanza, como de abandono sin serlo realmente.
¿La causa? Porque ya no estás o porque has elegido no estar. En cualquiera de los casos es doloroso y difícil de explicar con palabras.
No sé exactamente qué ocurre en nuestro interior, si es mental o emocional, pero las percepciones son diferentes. Hay algo que se rompe y aunque poco a poco intentemos recomponerlo, las piezas ya no encajan igual.
Quieres hacer algo y no sabes exactamente que.
A mi lo primero que se me ocurrió fue llamarte por teléfono, pero ya nadie estaría al otro lado. Igualmente, levanté el auricular y permanecí escuchando largo rato la señal.
Eres tan importante que todavía está tu número en mi agenda, no lo borraré, como nunca se borrará tu rostro de mis pensamientos ni tu amor de mi alma.
Muchos años separan este día de esa tarde.
Las piezas mal colocadas ya están soldadas, aunque, por supuesto rodeadas de cicatrices. No les quedó más remedio que unirse como pudieron, pero inevitablemente dejando marcas imposibles de borrar.
Ya no duelen, pero hay días que tropiezas con ellas y un nudo profundo, que pensabas que ya se había suavizado lo suficiente, aparece de pronto en el centro de tu pecho.
Te recuerda que sigue ahí a pesar del tiempo transcurrido. Viene a decirte que un ángel partió de tu lado en la tierra para formar parte de algo más grande y superior a ambos.
Yo decido mirar ese nudo y grito en silencio, me abrazo y dejo que mis lágrimas suavicen esa ausencia. Y después las dejo marchar, tú no quieres que llore y cuando lo hago te alejas de mí, así que elijo que se alejen ellas.
Son pocas las ocasiones en las que la tristeza me invade, me preparaste muy bien para tu partida. Grande hasta para preparar tu viaje.
Cuando se ofrece tanto a los demás supongo que algo se va agotando. Tus ojos me decían que ya estabas agotado.
Pero tu corazón no quería sucumbir, era fuerte, fuerte como tu voluntad.
Marchaste con mis ojos fijos en tu respiración.
Aprovechaste el instante en que mi madre y mi hermana, tus queridas esposa e hija, salieron un momento de la habitación.
No podías irte con ellas, intuías que no lo soportarían y también sabías de mi fortaleza. Yo continué besando tus manos, tus brazos… tus mejillas hasta que sentí tu cuerpo vacío, decidiste irte en mi compañía.
Salí a la calle y grité, no sé si algún sonido salió de mí porque nadie se giró a mirarme. Pero yo sentí como todo el aire de mis pulmones salía en un profundo grito: Papá ¿Me oyes?
Durante dos noches acompañamos tu templo vacío. Ese templo amado, adorado y admirado. Ya mi cuerpo no podría sentir tu abrazo, ni mis oídos escuchar tus consejos, ni mis ojos beber de tus enseñanzas.
Durante esas dos noches no sentí tu ausencia. Estaban tus hermanos y hermanas contándome anécdotas, unas conocidas y muchas veces escuchadas, otras oídas por primera vez.
Una de ellas me aclaró un poco más los dones que se nos concedieron y me hizo sentirme más integrada en esta bendecida y afortunada familia. Gracias a muchos de estos recuerdos, todos reímos en tu memoria.
No lo habría imaginado nunca, reír a carcajadas el día de tu despedida. Reír con el corazón roto.
Todo era tan extraño. Sentía que yo no era yo, una parte de mí voló contigo y contigo sigue volando.
Tan importante eres que alguien invisible permitió acceso gratuito. ¿Casualidad?… más bien sincronicidad, las puertas del aparcamiento del tanatorio se averiaron permaneciendo abiertas para todo el mundo.
Poco después de llegar tu cuerpo, el cielo comenzó a llorar, las nubes se deshicieron en pequeños copos silenciosos.
La nieve siempre había sido motivo de alegría, pero en esta ocasión se me antojó excesivamente triste. Eran todas nuestras lágrimas, silenciosas y frías. Y cuando observé el exterior, una capa blanca lo cubría todo.
Tuve que dejarte allí, más era solo un cuerpo, tu esencia nunca me ha abandonado.
A pesar de ello no tuve fuerzas para observar cómo te encerraban tras una losa y otro trocito volvió a quebrarse.
Allí te dejé y al día siguiente desperté en un mundo desconocido y desolado…
Pero durante esa noche, cuando te llamé atendiste mi llamada.
Viniste a mi encuentro.
Pude verte, pude hablar contigo y supe, como en otras ocasiones de pérdidas, que os marcháis por un tiempo, pero volvéis a nuestro lado a ayudarnos en nuestro camino hasta volvernos a encontrar.
Me pediste que te trajese a los niños, tus nietos adorados. Querías verlos, habías estado unos días sin verlos hasta tu partida y los añorabas.
Te traje al mayor, Iván, le abrazaste y me pediste que trajese a los pequeñajos, Dani y David, cosa que hice al instante. También los abrazaste y yo sentí tal calor en mi corazón que fue el responsable de que pudiese continuar sin tu presencia.
Te pregunté si querías ver a mi madre y a mi hermana, me dijiste que sí, pero más adelante, ellas todavía no estaban preparadas. Así que respeté tu petición, continuamos hablando hasta que la madrugada me despertó.
La noche siguiente te dije que quería abrazarte y me dijiste las más preciosas palabras: – ¡Cuando me quieras abrazar abraza a Edu, abrazándole a él me abrazas a mí, allí voy a estar para los dos!.
– Y si me añoras y no está Edu, abraza a tus hijos, a tu madre o a tu hermana. Cuando me quieras abrazar siempre voy a estar para ti.
Continuaste conversando conmigo bastantes noches desde esas primeras, muchas, cada vez que te llamaba.
Casi en todas ellas, caminábamos juntos. Siempre lo hacíamos por un camino de tierra entre preciosos árboles, un camino desconocido para mí. Pero como siempre me ha ocurrido, en tu compañía nada me atemorizaba.
En casi todas las ocasiones conversábamos, te preguntaba todas mis inquietudes y tú me respondías.
En otras solamente caminábamos en silencio, yo contemplando tu rostro, sonriendo ante la posibilidad de poder continuar en tu compañía.
Me sentía enormemente afortunada, y en cada paseo compartido, con solo mirarte, me sentía feliz.
Al despertar perduraba en mi recuerdo tu gran sonrisa y continuaba sintiendo en mis labios la mía propia…
Vivía agradeciendo esta oportunidad, pero algo comenzaba a formarse en mi corazón, una duda. ¿Esta situación era normal? ¿O mis continuas llamadas tendrían para ti alguna consecuencia negativa?
Así que una noche te lo pregunté: – ¿Papá, cuanto tiempo vas a continuar viniendo a pasear conmigo? ¿Durante cuánto tiempo permanecerás respondiendo a mis preguntas?
Me miraste y sin dejar de sonreír, pero con un tono un poco más serio llegó rápida tu respuesta:
– Continuaré viniendo cada noche que me llames, vendré cada vez que me necesites, pero si lo sigo haciendo no podré continuar con mi propia evolución, tengo que seguir mi camino.
Así que entendí perfectamente que no debería volver a llamarte, no por el momento al menos. Y te dejé partir, dejé que tu preciosa alma volase libre.
Y por supuesto no volviste a pasear conmigo, otro trocito de mi corazón se desprendió, otra nueva despedida…
Afortunadamente, fue solo un hasta luego.
Porque con los años has regresado con todas las respuestas que he ido necesitando. Y en cada ocasión importante he sentido tu presencia, he visto tu luz. Gracias.
Como siempre has hecho. He seguido teniendo tu compañía en mis momentos de mayor temor, en los momentos importantes y en los inquietantes. Gracias de nuevo…
Una de las cosas que me enseñaste y quedó profundamente grabada en mí es la verdad… La palabra…
Fuiste siempre un verdadero rival de las mentiras.
Fuiste siempre un hombre sencillo, aconsejaste siempre desde la verdad. Sabios, limpios y transparentes consejos.
Nunca te vi dar rodeos para exponer lo que pensabas, lo hacías y no te equivocabas en tus razonamientos.
Decías directamente lo que pensabas, pero aborrecías la palabrería.
Si de algo no querías hablar o considerabas que no debías decir, no lo hacías. No inventabas nada para que tus oyentes se conformasen. No decías nunca lo que el otro quería oír.
En algunas ocasiones esta sinceridad y franqueza te ocasionó problemas, malentendidos y algunas incomprensiones. Pero nunca abandonaste la senda de la verdad. En eso he seguido tus pasos, con las consecuencias que conlleva.
Siempre he tenido la seguridad de que nunca me engañaste, y desde ese mundo al que accediste tras tu partida, siguen llegándome tus sinceras respuestas.
Cuando regresaste de nuevo a mi vida no me dijiste donde te encontrabas, era un lugar del que nunca me hablaste, solo percibía que estabas tranquilo y siguiendo el camino que ahora debías recorrer. Un largo camino, me sueles decir.
¡Pero, tengo el gran honor de tener la capacidad de acercarme a ese camino cada vez que lo he necesitado!
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