Viaje hacia mi alma

Escrito por Marié

11 de abril de 2022

Un camino lleno de luz

 

Desde el momento en que comenzaron mis recuerdos, comenzó también el viaje hacia mi alma.

Yo creo que mi viaje interno comenzó con mi nacimiento, aunque los recuerdos de entonces sean muy vagos. Pero lo que ha sido evidente para mí y que desde siempre he tenido claro, es que este no es mi sitio, solamente lo siento como un lugar de paso y aprendizaje.

Cuando mi mente divaga por su cuenta, siempre viaja a lugares que no he visto, pero que conozco mejor incluso que estos por los que camino. Con los ojos abiertos, observo el horizonte, pero el ojo de mi mente ve parajes que recuerda, trayendo a mi presente nostalgia por ellos. Mi corazón descansa así en esos paisajes amados, traídos a esta realidad a través de mis memorias.

Cuando miro hacia atrás y alcanzo mis primeros recuerdos, sé que el viaje de mi alma no volverá a caminar el sendero de retorno.

Y eso se estrenó cuando tenía catorce o quince meses de vida, justo cuando vino a acompañar mi camino, mi eterna compañera, mi hermana. Ella es la que comenzó a encargarse de poner mis pies en este mundo y caminando juntas equilibró mi manera de ver esta realidad, con la suya más terrenal. Es la que me enseñó a amar también esta vida, a pesar de ir siempre a contracorriente.

Cuando ella vino al mundo, me gustaba contemplarla, ella siempre risueña, siempre contenta, yo siempre enfurruñada, siempre descontenta. Buscando un algo más, y mientras la contemplaba, cada vez tenía más claro que ciertamente algo más tenía que haber.

Sabía que habíamos vivido juntas en ese otro lugar y en otros muchos lugares. Y tenía claro que habíamos venido de allí por alguna poderosa razón o por muchas razones, algunas de ellas no las sé, todavía no me han llegado.

Aunque hay cosas que han ido desenredándose a lo largo de los años, recientemente se me mostró una de ellas, y me parece entrañable, creo que es de las más importantes en esta vida.

Es una frase preciosa que me dijo una amiga. Me dijo que su hijo pequeño, que por entonces tendría alrededor de 5 años, al verme le dijo: – mamá la he encontrado-. Y este hecho es algo que me hace seguir teniendo fe y esperanza en una vida real.

En esa vida que no vemos, pero que algunos sabemos que está a nuestro alrededor. Y por ella y a raíz de ella sigo luchando junto a él para que sea realidad para todo el mundo.

Volviendo a mi parte más inocente, en mi más tierna infancia, me sentaba en una pequeña silla de anea, de las que tenía mi abuela Carmen en mi casa, en la suya o en la casa del río. De esas bajitas para bordar o coser; porque me gustaba escuchar sus historias de juventud y sus refranes y chascarrillos.

Aquellas historias también me demostraban que este no es mi lugar, también me hacían viajar hacia esos otros lugares lejanos. Ella junto con mi abuela Esperanza, mis abuelos, además del resto de abuelas y abuelos que formaron parte de mi vida, fueron mi primera escuela. Fueron los grandes portadores de mis primeros conocimientos, sabiduría que ninguna universidad podrá jamás enseñar.

Ellos

Mi abuela Carmen, con sus batas de pequeñas flores y su eterno mandil, el aroma a los jazmines reales de su huerto, que normalmente llevaba en algún bolsillo.

La manera amorosa de cocinar el ajoblanco o el gazpacho en ese pequeño lebrillo blanco y el sonido característico, preludio de lo que vendría.

Sus historias de como bromeaban sus hijos, entre ellos, a la hora de la comida y como ella defendía sus juegos si mi abuelo llegaba cansado e intentaba que estuviesen más tranquilos. Ella fue la que me enseñó a escuchar, la que me invitó a vivir sin juicios, oyendo cada confidencia sin difundirla.

Mi abuelo Francisco, pintoresco como nadie, también siempre con algún sombrero, unas veces de paño, otras de fieltro o de paja para la huerta, y sus interminables puros.

Su manera rápida de caminar, el tarareo de coplas de su tierra simulando una guitarra.

Sus historias y poemas. Sus bailes.

La manera de defender sus raíces y la pasión con la que hablaba de sus vivencias. Los recuerdos de la rondalla o tuna o comparsa, no recuerdo como la llamaba él, en la que participó en su juventud. El era el que bailaba y hacía las piruetas, mostrando así su carácter alegre e inquieto.

Ellos me enseñaron a hablar con sus adoradas plantas, con los árboles, con las semillas y las flores; a escucharlos y amarlos. Me enseñaron como comienza su vida, como cuidarlos y atenderlos para que den sus mejores frutos. Y una vez que los tenía en mis manos, dar las gracias por ellos, sentirme afortunada por poder alimentarme con algo que he ayudado a nacer de la tierra y crecer gracias a ella.

Me mostraron como amar la tierra, como cuidarla, prepararla y nutrirla también para que pudiese alimentar a su vez a las plantas que allí fuésemos a sembrar. Siembra ecológica como tanto se oye hoy. Con amor y dedicación, sabiendo que sus frutos serían para los seres amados, por lo tanto doblemente cuidados.

También, con su forma de vivir, me enseñaron a observar el agua, a escuchar los susurros del río, a ver la vida también en ella, mirar los pequeños insectos y pececitos que comenzaban a vivir en su superficie.

Ellos me mostraron como hacer ofrendas silenciosas en honor de lo que todo ello nos donaba. Con sus caricias y el calor de sus manos, grandes y ásperas, me enseñaron a sanar a las personas. Acariciándolas, poniéndolas en las zonas doloridas. Me enseñaron a ayudar dando mi mano y ofreciendo calurosos abrazos. Me iniciaron en la espiritualidad, tan necesaria en estos días.

Mi abuela Esperanza, siempre con ese olor a limpio, a jabón de lavanda. Con sus cajitas de lata de todos los tamaños, en las que guardaba sus recuerdos. Con los recortes de periódico de su época de juventud y su caja de antiguas fotografías, con las que volvía a vivir pasadas vivencias felices o no tanto.

Sus historias de la tiendecilla que tenía en Villanueva del Rey. De como todas las niñas del pueblo venían a pasar sus tardes allí con ella, a escuchar sus historias, sus descripciones llenas de picardía y alegría. De como caminaba con ellas del brazo por los caminos, entre los sembrados, para ir a las fiestas de los pueblos vecinos. También como las acompañaba a cortar sus trenzas por primera vez, ya entrando en la adolescencia.

Recuerdos que ahora suenan a películas antiguas, pero que reflejan una realidad. Vivencias sencillas pero no por ello menos importantes y bellas.

Mi abuelo Curro, siempre con sus trajes, con su paquete de celtas cortos, con su mano siempre sobre su oreja, para poder oír un poco de lo que le decíamos. «Era sordo, y solo oía un poco por uno de sus oídos».

Cuando quería hablarle, me ponía de puntillas y le tiraba de una esquina de su solapa para que se agachase a mi altura y así poder comunicarme con él.

A pesar de ser sordo, nunca se enfadaba, nunca dudaba de lo que se hablaba en su presencia. De él aprendí sobre el amor incondicional, todos sus sobrinos le adoraban, toda su familia y amigos le adoraban. Era una de las personas más buenas de mi vida, además de otras muchas, tuve mucha suerte.

Su gran corazón lo empujó a ayudar a infinidad de personas de su entorno, familiares y amigos. Y me mostró que el amor y la compasión es lo más importante en esta vida.

Y hoy puedo decir que mi principal universidad fueron todos ellos.

Ellos me demostraron como a esta vida, incomprensible en casi todas sus facetas para mí, había que mirarla desde la sensibilidad y una más amplia forma de observar.

Sabiduría cubierta de cabellos blancos.

El resto de aprendizajes sobre las preguntas que siempre he tenido en mente, han ido respondiéndose mediante sincronías que han ido sucediéndose de manera misteriosa, pero no por ello menos reales.

Los acontecimientos me han ido mostrando que no pertenezco a este sentir en el que siempre se está en guerra. No quiero pelear con nadie, no quiero competir con nadie, no me quiero comparar con nadie. Quiero amar, quiero sumar, quiero aprender y crecer juntos, hablar y compartir. Y vivir en paz.

No quiero participar en la guerra continua contra la madre tierra, no soporto la forma irrespetuosa de tratarla.

Siento indignación al ver la destrucción, la aniquilación que puede llegar por la manera de tratarla, por ensuciar su superficie y sus profundidades, por el grito intenso que da a diario.

Por todo ello, pienso que no soy de este mundo, no puedo con esta falta de amor, con estos continuos atentados.

¿No nos importa nadie, no nos importa nuestra madre, nuestra tierra, nuestro suelo, nuestros pueblos, ciudades, ríos, lagos, bosques, montes…?

¿No nos importa la muerte de nuestros semejantes, de cualquier lugar, la muerte de seres humanos, animales, plantas…? ¿Los genocidios?

Odio, desamor, vacío, dolor, infelicidad y muerte. Mi alma grita y no lo entiende.

Parece que unas personas importan más que otras, no acepto esto. Siento nostalgia por ese sitio amoroso, tranquilo, respetuoso. Pero tengo claro que voy a regresar a él, y allí veré a esas personas que odiaron, que temieron y sufrieron, que hicieron sufrir. Y sé que veré sus expresiones de estupefacción cuando vean la realidad, la realidad que no han sido capaces de ver en esta oportunidad.

Me parece arcaico e incivilizado que se resuelvan las cosas a voces, con peleas, con matanzas, con bombas. Creo que ahí radica el auténtico salvajismo, es el mayor modelo de civilización enferma, infeliz, que necesita herir para vivir, para moverse por esta vida. Son tan pobres que necesitan ver a otros debajo de sus zapatos.

Y grito: – ¡Nadie tiene derecho a quitar una vida, nadie tiene permiso para matar, nadie debe invadir a nadie, ni usar la violencia! Grita conmigo.

Todo esto, aunque no lo aceptemos, afecta emocionalmente. Se mastica el desencanto de todo, la depresión. El vacío que produce en la vida, ver que el dinero no lo puede todo, que somos mortales, que somos frágiles y finitos… decepciones, crisis.

Civilización vacía, modelo inútil, sin sentido. No es mi mundo, no me siento de aquí, y no lo acepto como mío.

Y aunque no hay fórmula ni ecuación para la felicidad, si existen, al menos para mí, requisitos para intentarlo, como pararme a conocerme, escucharme, escuchar el silencio, transformarme y cambiar mi tiempo, respirar y descansar.

Por eso, cuando vuelvo la vista atrás y regreso con mis abuelos, sé que sus enseñanzas me sirven para hoy. Me muestran que esa otra tecnología, esos conocimientos más antiguos y sagrados, que hemos ido abandonando, son los que ayudan a la vida, a la vida real.

Regresar a las cosas sencillas, hacer las cosas despacio, escucharnos, mirarnos, reverenciar lo que se nos ofrece, admirar los silencios..

Todo lo vivo es digno de respeto, y la espiritualidad inherente a todo, afirma que la evolución está en esa forma de vivir, de pensar, de descubrir. No es difícil, ni fácil, es necesario, y es algo que tenemos que atravesar todos antes de morir, porque de otra forma moriremos vacíos.

No hay que esperar a estar cerca de la hora de partir para preparar el equipaje. Hay que prepararlo bien para que ese tránsito sea sencillo y ligero.

Abuelos, me enseñasteis que lo importante es disfrutar, pero no solo disfrutar uno, sino hacer que lo que nos rodea este bien. Ayudando a los que tenemos alrededor a ser felices. Pero no queriendo cambiarlos, sino cambiando en nosotros lo que sea necesario para que el reflejo nos muestre en ellos lo que queremos ver. Disfrutar y gozar de lo sencillo es el antídoto de la infelicidad. ¡Gracias!

Vuestro ejemplo me mostraba humildad, humanidad, ecología, amor incondicional e inquietudes para querer encontrar la sabiduría que ofrece la tranquilidad, la verdad y la paz mental.

Me disteis sin saberlo la fórmula para vivir bien y feliz. Y querer siempre intentar que la sociedad sea más humana, no me iré de nuevo a mi mundo invisible cargando ningún peso.

No es tan complicado ser feliz, solo que las razones que cada uno se da para serlo, a veces, no son las correctas.

Me mostrasteis que ser infeliz no es una opción, que hay que vivir fluyendo. Pero la sociedad actual requiere personas infelices, les son más rentables, consume más, necesita más, también necesita mostrar más y competir, y como consecuencia enferma más. Las personas más felices y más tranquilas, son más saludables y consumen menos de todo, no son rentables. Sencillas y absurdas manipulaciones para el consumismo vacío.

Gracias de nuevo por enseñarme la felicidad de sentarme en un rincón cualquiera a mirar el cielo, nublado o despejado, celeste u oscuro y lleno de estrellas, anaranjado o violáceo… sin prisa, sin necesidad de nada más, respirando despacio la vida.

Por mostrarme que las personas son más importantes que las cosas, y que las ideas. Que la compañía y los diálogos con los seres queridos es lo más importante. Y que el tiempo es relativo.

Agradezco a todos los abuelos, todos los que con sus ejemplos me mostraron sus vidas dedicadas a buscar la paz, enseñándome que la paz es salud. Y que conservarla interiormente es una manera de proyectarla al mundo, aunque el mundo sea una pequeña cantidad de personas que nos rodean. Sería totalmente suficiente si todos hiciésemos lo mismo.

Es necesario para ello conocerte, moldearte, cambiar hábitos, creencias erróneas, paradigmas, y llegar a aprender a ser feliz, a través del amor.

Es necesario pensar en un mundo nuevo, proyectarlo con otras formas de convivencia.

¡Gracias a todos los que me han ayudado a través de las experiencias compartidas,
buenas o malas, con mi viaje hacia mi alma!

 

¡Namasté!

 

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